Robert Plant desde que en la década de los ochenta se diera por terminada a una de las bandas más relevantes en la música, ha sabido nutrir una carrera solista que, aunque no se basa de grandes hits radiales, llena su alma de melómano y así la del resto
Plant, en vivo muestra un show con fluidez, plagado de gestos que aunque no lo quieras, te transportan de lleno a los años mozos de Led Zeppelin. Él se transforma en esa especie de pegamento entre los Sensational Space Shifters y el público. Su figura de Dios Dorado, ese que un día proclamó ser en la azotea del Hyatt Sunset Boulevard en Los Ángeles en plena década de los setenta, no se le ha despegado en nada. Es un rockstar, de eso no existe duda alguna….
Verlo en vivo facilita entender el por qué no quiere volver a reunir a la banda junto a Jimmy Page y John Paul Jones. El camino que tomó Robert es paradójicamente más complejo que lidiar con el estrellato o abrirse camino entre groupies que están dispuestas a todo por beber algo de miel de una de las agrupaciones insignes del hard rock que parió el Reino Unido y formó a punta de clásicos.
Una de las cosas más notables que se pudo apreciar en su concierto en Lollapalooza Chile fue como durante su show, los jams inundaban el escenario y una especie de neblina invisible pero tangible lo envuelve y nuevamente, como al comienzo y al final, su persona es la victoriosa y su voz el arma que nos mantiene a todos perplejos y deseando que ese show nos mantenga fósiles en el acto. El publico apreció y Robert lo detectó.
Punto más que aparte se merece el enorme (realmente increíble) trabajo que realizó Sensational Space Shifters. Qué banda más brillante y segura de lo que hace; tan completa y misteriosa que esa simbiosis lograda entre Plant y ellos es brillante, logrando hacer unos transes musicales que se extienden por el infinito. El africano Juldeh Camera es fantástico. El teclista John Bagott , que trabajó con Massive Attack, es un magnífico músico al igual que dos excelentes guitarristas como Skin Tyson y Justin Adams. Con ese supergrupo, se meten en un estudio y hacen pequeñas obras maestras como “House of Love”, que recuerda a cualquier gran canción de antes. Si puede sofisticar con canciones como “Rainbow” o puede ser diferente con “A Stolen Kiss”.
Una de las cosas más atractivas del show es ver cómo, sin esfuerzo alguno, pueden pasar de tocar música africana a blues y country, el mismo que bebían de la mano de Alison Krauss, toques de rock de más duro y directo hasta terminar con toques electrónicos que, en cualquier otro artista serían un chiste de mal gusto pero aquí no; aquí todo es un grano de arena que sirve para llenar el reloj.
Un show sutil, alejado de clásicos, pero con una sinceridad y simpleza que sólo Robert, ese Dios Dorado, nos podía brindar. Tremendo y cautivador show. El mejor del día, no le cuenten a nadie.