En la cultura popular el número 7 posee un alto significado. No solo es considerado por muchas religiones como un símbolo sagrado, sino que además está presente es diversos aspectos de nuestra cultural. Siete son las notas musicales, siete son los días de la semana, siete son los pecados capitales, siete son los colores del arcoiris. Y siendo un número con tanto potencial artístico, no es sorpresivo que el duo estadounidense de dream pop: Beach House, haya decidido volver con una bomba para su séptima producción.
Luego de su clásico moderno “Teen Dream”, la banda se encontró en una posición compleja. Los álbumes que prosiguieron no fueron decepcionantes en ningún sentido, pero poco a poco empezar a rozar un posible estancamiento. La dificultad con que el grupo ofrecía un trabajo verdaderamente novedoso quedaba opacada ante lo magno de sus melodías, pero para explorar un nuevo universo artístico era necesario algo más que solo repetir estructura oníricas y suaves.
En su introducción a este larga duración ellos manifiestan que los rangos económicos a los que se enfrentaban al momento de grabar alteraban su proceso creativo. La idea de tener que ajustarse a un presupuesto no era su visión de como componer arte. Así que al instante se sentar las bases de su séptima producción bajaron todas las revoluciones posibles. Armaron un home studio y comenzaron a desarrollar lo que sería uno de sus trabajos más ambiciosos e ilimitados.
Aún con todo el simbolismo que pueda ofrecer un número tan característico como es el siete, la banda no busca ofrecer una mirada metafórica en la titulación del álbum, sino que todo lo contrario. Los simplista del nombre tiene de propósito evitar las sensaciones premonitorias. Cegar al auditor ante un posible tono, cosa de golpearlo desde el primer instante con una muralla de emoción. En donde las baterías de “Dark Spring” concretan este trabajo entrando en una introducción agresivamente delicada. Las guitarras sucias se entrelucen junto a las dulces armonías de voces. Una potente línea de bajo consume el corte para elevarse entre ritmos ácidos y pulsos psicodélicos. La narrativa astronómica referencia la belleza de las estrellas, una temática espacial que no le es ajena al grupo. Victoria Legrand le canta a las constelaciones como la más dulce de las amantes.
Descendiendo la velocidad y aumentando la belleza, “Pay No Mind” es la primera balada del disco. Una armonía de desamor que se envuelve en melancólicos ecos. La voz en falsette de Legrand explora delicadamente el ritmo de la canción, siendo una guía por las emociones rotas que se emanan de las letras. Solo para después evolucionar en “Lemon Glow”. Corte que con una progresión electrónica y una sensación aún más depresiva. Los suaves punteos de guitarra se entierra en la piel del auditor, mientras consumen el tema hasta volverlo suyo. El brillo al que el título referencia es la perfecta descripción del tono emocional que expresan las armonías. Luces semi-apagadas. Tristes y somnolientas.
Entrando a capella, “L’Inconnue” conduce un viaje onírico y psicodélico hacia una dimensión gobernada por los sintentizadores y los reverberaciones. Siendo el primer corte en que del número “7” emana un potente simbolizo, la narrativa se rodea de mensajes ocultos. El tema explora a la desconocida de la Sena, una joven suicida cuya belleza inspiro una máscara de su rostro, y junto esto, la inspiración para una serie de artistas que continúa hasta esta canción.
“Drunk in L.A.” por su parte, vuelca el argumento hacia la oscuridad. Una oda a los extraños. Un corte tan lleno de la mente de su escritora que explora sensaciones arbitrarias en progresiones dulcemente tristes. La guitarra de Alex Scally por un momento se vuelve la protagonista, convirtiéndose en un arma sucia y pesada, disipando la melancolía en una extraña agresividad. El contraste de emociones hace del duo una asociación tan hermosa como intensa. Tal como Scally había manifestado antes: “Somos almas gemelas musicales”.
El punto más experimental del álbum es curiosamente, el más potente y adictivo. “Black Car” sigue un arpegio de sintetizador como columna vertebral para poco a poco dejar entrar las voces de sus narradores. Las combinaciones de bombo y caja se añaden lentamente, distorsionándose a medida que el ritmo avanza, donde ya para el final, la canción es un ensable de explosiones sonoras. La potente presencia de guitarras envuelve al auditor en una excursión a otro espacio mental. Un lugar en que no hay terreno físico sobre el cual desplazarse y que vive gobernado por ecos y reverberaciones. Posiblemente una de las mejores instrumentalizaciones que el grupo ha creado.
“Lose Your Smile” y “Girl of the Year”, siguen narrativas de melancólico amor. En el primero las guitarra gobiernan la estructura, y los sintetizadores se pierden en los punteos acústicos mientras el pesado bajo lidera su propia línea instrumental. Luego, la penúltimo canción del larga duración se envuelve en una narrativa sobre Edie Sedgwick, la “chica del año” en 1965, y una de las superestrellas de Andy Warhol. En palabras de Legrand, el corte explora a una mujer la cual no solo era hermosa, sino que también profundamente problemática.
Ya al cerrar, “Last Ride” es quien brinda justamente el último viaje del disco. Los dulces sonidos de las teclas introducen el principio del fin de “7”. Una armonía onírica, lenta y dulcemente espectacular. Una melancólica balada que crece para convertirse en un himno absoluto. Guitarras explotando por doquier mientras los ritmos se niegan a ceder su lento pulso. Fuegos artificiales para la que puede ser la última obra maestra del grupo.
La posición que este álbum tendrá en el futuro quedará por verse, pero es posiblemente la pieza más arriesgada que el grupo ha entregado desde “Teen Dream”. Y si una banda tiene la posibilidad de seguir reinventándose y explorando en territorio que pareciera estar más que conocido, es porque el trabajo tiene algo más que decir sobre la mera entretención. La séptima producción del grupo es una mezcla de depresión, amor y constelaciones fulminantes. Y en dichas temáticas es que el delicado tono emocional encuentra su mejor rostro.
En “7” el simbolismo no solo sirve como instrumento narrativo, sino que brinda de suerte y belleza a cada pieza musical presente en el álbum. No es solo una repetición de las bases con que llevan jugueteando más de diez años, sino que es una evolución musical hacia un tono maduro, pero extrañamente simplista. Un entorno melancólico y onírico que apuesta por despertar hasta la más profunda de las emociones. El trabajo de un par de cuenta-cuentos que impregnan a su música de tanta melancolía, que es casi imposible no volverla una extensión de tus propias emociones.