Mayo de 2018. La sensación de un viernes como cualquier otro se perturba para algunos. Hace calor: menos de dos meses corren, desde que Sebastián Piñera asumía su segundo mandato como Presidente de la República, y los vientos de incertidumbre, de rabia guardada, se palpan. Varias comunas más allá de la casa de gobierno, se afinan los últimos detalles de uno de los discos que terminaría por finalmente definir la estructura de la industria nacional y paradójicamente -o no- acompañaría como bitácora sonora la revolución que un año después, estalló la rabia de muchos: S.U.N.O. de Pablo Chill-E. El calor baja, la luz de las calles se apaga. Un viernes en que Tranquility Base Hotel & Casino, sexto disco de Arctic Monkeys, se escuchaba por primera vez, entre soledades, fiestas, humos, sonrisas y copas alzadas.
Un impacto certero, crítico, para el público que buscaba en ellos una banda de guitarras melosas, y sonidos pegajosos: las cuerdas afiladas dieron paso al piano, a paisajes letárgicos, barrocos, que casi parecían orquestar una película de Stanley Kubric, o inclusive, hacían más lógica con The Last Shadow Puppets, proyecto paralelo de Alex Turner. Producción resistida por muchos, pero admirada por pocos. Y es que descifrarlo no era una misión de una escucha, de un análisis superficial. Resultado: la prueba máxima de la calidad musical de los de Sheffield; el reinventar su sonido álbum a álbum, y encontrar una banda distinta por cada uno. Como The Beatles, Radiohead, Björk, y tantos otros y otras excepcionales.
Octubre de 2022. Nuevamente la sensación de un viernes como cualquier otro se perturba. También hace calor; los cambios han sido vertiginosos, extremos por ser generosos. No sólo físicos, también estructurales. Cambios que en cosa de meses nos esperanzaron, abrazaron ilusiones, y se cayeron lentamente, de la forma más dolorosa; que miraron de frente la muerte, y quemaron cielos y bosques. Un mundo curioso, con resaca. El mundo donde “AM7” se desarrolla.
Anunciado a fines de agosto, el álbum considera 10 canciones, y fue gestado en Butley Priory en Suffolk, La Frette de París y RAK Studios de Londres durante el verano de 2021. La producción quedó nuevamente a cargo de James Ford bajo Domino Records. Un registro sin una abismal promoción, pero que también nos delata, que Arctic Monkeys hace ya mucho tiempo dejó de ser una banda indie.
Una pieza dilatada, el álbum que más costó afinar, y que por eso tiene un sabor melancólico, de gusto de ser de los últimos en su existencia. “Nos tomó mucho más tiempo llegar al punto final de este que de cualquiera de los otros”, dijo Alex Turner en entrevista con NPO, radio holandesa. “Tal vez cuanto más lo dejes, más querrás permitirte hacer ajustes. Tal vez todo eso se haya vuelto un poco tonto al final en ese sentido”, agregó. Idea que Matt Helders compartió: “Probablemente también estábamos más dispersos”.
Una nostalgia que se siente en los primeros segundos de recorrido en la pieza. Abre con There’d Better Be a Mirrorball, que pareciera recoger las maquetas de Tranquility Base Hotel & Casino tal cual; hay piano, Turner en una inspiración de crooner, y baterías de rítmica jazzera. El salto a I Ain´t Quite Where I Think I Am, nos confirma que la pieza debe ser escuchada en su integridad, infragmentable, sin sencillos, sin una canción que otra. Nos habla además de un salto a áreas relativamente inexploradas por el conjunto: el del funk. Una canción que perfectamente podría ser un ‘caballito de batalla’ en giras mundiales; tiene la mezcla perfecta de lo que un seguidor acérrimo y casual de los Monkeys busca: sonidos nuevos, con estética antigua, a la sincronía de guitarras punzantes. Un regalo para los nostálgicos.
Sculptures Of Anything Goes da una transición abrupta, pero coherente al disco. De hecho, recuerda en pasajes a Favourite Worst Nightmare, con proyecciones más oscuras, incluso lisérgicas; la batería de Matt Helders hipnotiza en diálogo con el piano, algo que por lo demás, se replica en todo el registro.
Continúan Jet Skis on the Moat, Body Paint y The Car. Profundizan, se adentran y cosquillean en la complejidad de lo simple. Un disco romántico, de sensualidad. Ideal para una noche de luces, amor y desamor, piel y deseo. Un aullido entre techos, entre niebla. The Car es de esos discos que funcionan escuchándolos una y otra vez, prestándoles atención acabada, para luego simplemente bailar en la desnudez.
Big Ideas, pareciera ser la creación maestra. Nos sumerge en una atmósfera errante, de medianoche. De intensidad, sufrimiento. Pero en línea con una intensidad exhuberante. De dos gatos en un techo, justo antes de su último adiós. Brisas abrigadoras. Una sinergia excepcional entre todos los instrumentos y la voz de Alex Turner. Arctic Monkeys a un nivel orquestal. Futuro distópico, de suave atardecer.
La secuencia baja su intensidad, mas no su fondo orquestal en Hello You. Presenta un sonido meloso, que recuerda los primeros registros del cuarteto, pero claro, bajo su madurez musical actual. Pensar en el pasado es un ejercicio necesario al escuchar este registro; puede leerse odioso, y probablemente lo sea, pero Arctic Monkeys requiere un estudio pausado, detallado, desde el lejano Whatever People Say I Am Tour (2006), hasta Tranquility Base Hotel & Casino (2018). Cada fragmento tiene coherencia en este disco; casi un mensaje de la misma banda honrando su trayectoria. Un todo coherente. Y es algo que escapa a cualquier teoría conspirativa, si en promoción de The Car, Helders puntualizó: “Hay un camino que va desde el primer álbum hasta este. Puede que no sea obvio y claro para todos al principio, pero para nosotros, definitivamente tiene un poco de eso. Y tiene otra extensión de lo que hicimos la última vez, pero definitivamente hay una diferencia”. Mientras Alex enfatizó la idea: “Creo que me parece posible que, cuando miras hacia atrás después de que ha pasado un período de tiempo, notarás más que el sonido de cada disco [es] una especie de sangrado en el siguiente más de lo que crees”.
Mr Schwartz y Perfect Sense cierran la puerta de AM7. La primera con texturas de balada, envuelta en un sonido -sin ánimos de ser pretencioso- similar al de Los Ángeles Negros. “Sometimes, I wrap my head around it all And it makes perfect sense”, canta Alex Turner, con una orquesta que a simple escucha, simplemente sigue su voz.
The Car se siente como el resumen de carrera de Arctic Monkeys, la decodificación de su obra completa, en lenguaje actual, uno que se venía cultivando desde Tranquility Base Hotel & Casino (2018) y que aquí, encuentra su representación máxima: orquesta al hombro, se logran sincronizar perfectamente guitarras de inspiración funk, violines, baterías de color jazz; que se dejan seducir a lo largo del registro por la voz de Alex Turner. Sí, requiere más de una escucha, sí, requiere tranquilidad, contemplación, deseablemente algún alterador de conciencia; sí, evoca la melancolía. Pero acaso, ¿alguna vez Arctic Monkeys dejó de hacer eso? Y finalmente sí: reafirma que los ‘monos’ son de su generación, la banda que mejor ha podido comprender el mensaje de ser un músico excepcional: ese que no se queda en su zona de comfort, o en el sonido de siempre, sino el que explora, arriesga, y apuesta, y aun así, sigue cultivando obras de antología y vanguardia. Y hace ya más de quince años, con nulo margen de error. No es exageración ni idolatría, es simplemente saber leer el presente. Admirable.
Giras, Primavera Sound, entrevistas, fotografías editoriales, participación en radios es lo que se asoma para Arctic Monkeys. Un proceso agotador, y de años, más si pensamos que se trata de su séptima producción. Sin lugar a dudas, y se quiera o no, se siente como el fin de un ciclo. El futuro de los británicos se teje entre interrogantes; ya han dejado a entrever que se sienten agotados, y que a pesar de todo, el cerrojo creativo apremia. Alguna vez Alex Turner mencionó estar en mucha mayor comodidad creadora en The Last Shadow Puppets, algo que se notó en demasía en Everything You’ve Come to Expect (2016), uno de los registros más infravalorados de la década pasada. Un buen proyecto, necesita un cierre, no necesita expandir su vida más allá de lo necesario. La nostalgia abraza este largaduración y ver el tiempo pasado es inevitable. Una copa de vino puede durar diez minutos, o diez años. Un beso puede repetirse hasta la muerte, pero el amor no. Tiene su ciclo determinado. Y eso es algo de lo cual la música no escapa.
Un disco de texturas desarrolladas, que se abren a la música negra, pero en una influencia barroca, orquestal. Un registro para amantes perdidos, para noches de luz tenue entre miradas cómplices, de melancolía por el amor correspondido perdido, de conversaciones al aire bajo el eco de la soledad: de bailes entre el ardor de la piel. Un disco para entender la evolución sonora de Arctic Monkeys, y su madurez musical: sin apuros, concentrados no en el impacto, sino el concepto.