La Real Academia Española lo caracteriza de esta forma “adj. Que es tan grande e impresionante que no se puede describir”. Indescriptible. Las sensaciones de mayor envergadura son indescriptibles: el sonido de la pobreza, del hambre, del amor, de un orgasmo, del odio, de la injusticia, de enfrentarse a una sociedad y clase política lista para follarnos, de una justicia sin balanza y con los ojos bien puestos en los apellidos; indescriptible es la primera vez, el cosquilleo de tocar un acorde, de escuchar un primer disco que marcará nuestra vida, de ahogarse en humo a la ribera de un río, de abrazar, golpear y llorar frente al destino. Indescriptible, tal como lo fue el debut de King Crimson en Chile.
Desde el comienzo, la velada tenía brisas distintas, de una noche particular. En el Metro la gente –muchos con notorios tintes siúticos- se reunía pronunciando una frase en particular: “podré morir tranquilo”. Poleras negras, pelo largo. ¿Morir tranquilo tan sólo por ver una banda? Puede sonar injusto, incluso si se trata de una exageración, hipérbole como dirían algunos; justificar la mera existencia como propósito de ver una banda. Pero no, puede que tuvieran cierta razón. No se trataba de una banda cualquiera, incluso, puede no ser encasillada dentro del concepto de “banda”, y es que el rey carmesí funciona como una experiencia, como aventón al cerebro a explorar espacios oníricos e infinitos. Morir por una experiencia, suena más justo. La temperatura baja, el sol se camufla entre las nubes, las luces se apagan y la gente grita. Se avisa antes que el set estará dividido en dos partes, y las fotografías están terminantemente prohibidas. Son las 19:05 minutos.
Las notas de Hell Hounds of Krim dan la bienvenida. La puesta en escena es simple, casi humilde -recuerda la apuesta en vivo de Bob Dylan, que carece prácticamente de todo elemento visual posible- pero profunda. Tres baterías, custodiadas en sus espaldas por Robert Fripp, que funcionan al inicio sincronizadas, y en resto del concierto alternadas, retroalimentadas y dialogantes. Es una puesta en escena simple, pero amenazante. Pocos segundos toma darse cuenta de la idea de los británicos, del por qué en todo momento una legión de personas en la oscuridad con lásers custodiaba cualquier móvil encendido. Es simple pero complejo: inundarse hasta lo más profundo en la música.
El sonido acaricia y obliga a cerrar los ojos. En el escenario hay músicos ejecutando de forma envidiable cada nota , pero mayor movimiento no hay. Las luces, salvo cerca del final del set se mantienen invariables, misma situación para las dos pantallas desplegadas. Por ende la invitación es tácita: encresparse en la oscuridad. Al cerrar los ojos los sentimientos, sensaciones afloran. Es tal la perfección, y calidad de decibelios, que se siente prácticamente como escuchar un disco con audífonos de alta gama en la comodidad de un sillón, pero distinto. Nuestra mente agradece el toque e interpreta subjetivamente cada pasaje; hay historias, hay imágenes, hay recuerdos, hay una carretera que acaba de cimentarse hacía el trono del rey, carmesí claro. Lo del proyecto fundado en 1969 es eso: carecer de distracciones como teléfonos, cámaras audiovisuales, luces o visuales para sumergirnos en nuestro propio concepto de King Crimson.
The ConstruKction of Light del disco de mismo título del año 2000, es lo siguiente que se escucha en el aforo de Parque O’Higgins. Se muestran los primeros –y que después serían constantes- variantes –absolutas prácticamente- con el jazz, una relación que la banda ha cimentado con una extrema prolijidad y habla de su complejidad. El rock es básico, es un espacio limitado, el jazz tal como alguna vez diría Santana es un “océano”. Y ese fue el contenido del show: empujarnos a un océano en el que fuimos libres de elegir nuestro camino.
Hablar del trabajo de la alineación en vivo es caer en un lugar común, y requeriría muchas más letras, quizás hasta un ensayo, descodificar su trabajo. Decir que es perfecto es poco. Mel Collins se encarga de saxos y vientos, el trío de bateristas lo configuran Gavin Harrison, Pat Mastelotto y Jeremy Stacey (tecladista a ratos), las guitarras que manifiestan un coloquio de Fripp y Jakko Jakszyk, encuentran un refugio casi existencial en los bajos de Tony Levin.
Cirkus, Red, Epitaph, Drumzilla, Frame by Frame y EleKtriK siguen el orden de canciones. Final de la primera parte abrumador con la corta, pero inspiradora ‘Moonchild’, y la estrepitosa Larks’ Tongues in Aspic, Part Two; ambas composiciones que por sí solas han inspirado un sinfín de géneros, músicos, proyectos y conceptos. Alucinante. Al final de esta primera parte, tal como lo señaló Sid Smith biógrafo de la banda, concluimos algo objetivo, de esos hechos que en la cultura hay tan pocos. Como que los Beatles son la mejor banda de la historia, que 2001 Odisea al Espacio es la mejor película de los últimos 55 años y que Los Tres ofrecen una mejor calidad en letras y composición que Los Prisioneros: King Crimson carece de géneros, van más allá de ello. “No tienes que ser una banda de rock progresivo para que ellos influyan en lo que haces. Puedes ser un cantautor como St. Vincent, ella tiene influencias de KC y de Robert Fripp. La influencia que ejercen escapa a los confines del rock progresivo y creo que la razón es que la música creada por la banda desde los sesenta y setentas, hasta los años ochenta, ha cubierto mucho terreno estilísticamente. No solo han tocado un único tipo de música. Los discos que van desde In the court of the Crimson King hasta Discipline en el 81 -e incluso más allá, como Thrak en 1994-, casi todos suenan diferentes, en especial los primeros cuatro. Incluso así, todos suenan como King Crimson”, explicó correctamente días atrás a La Tercera.
Entre atónitas miradas, se da rienda a la segunda parte del espectáculo. Tiempo para una observación: más allá de frases cliché o juegos de palabras, hay algo verdaderamente esquizoide en King Crimson. Al igual que la patología su diagnóstico es complejo, difícil de dilucidar y procesar, requiere tiempo de estudio de análisis, sumergirse en los actos comportamientos. Hay una lejanía a la realidad, hay un campo onírico, hay alucinaciones, una complicación para encasillar lo que se ve, lo que se oye. Un desorden infinito que funciona como un todo coordenado, inquiebrantable, impenetrable, un espacio lleno de colores con un telón de fondo oscuro y ruin. Una historia por contar en constante desarrollo, que se rescribe, una y otra vez. Aquella patología llamada King Crimson que va más allá de un normal entendimiento, que a dos días de su debut aún es materia de estudio para sus asistentes, que aún es difícil dejar de lado.
Drumsons, Cat Food, Islands, Easy Money, Radical Action II, Level Five, Starless y Indiscipline continúan el camino de la noche, para cerrar con sus dos canciones de mayor conocimiento, y más fácil deconstrucción si nos apuran: The Court of the Crimson King y 21st Century Schizoid Man.
Las sensaciones fueron indescriptibles, la interpretación mental subjetiva, la forma en que ejecutaron el acto igual, el diálogo entre instrumentos de misma forma. Suma y sigue todo lo que se vivió esa noche. El jazz suele ser así, pero es jazz. El rock es más limitado y objetivo. King Crimson trasciende géneros y conceptos, es un esquizoide que nos penetra, con tal sutileza que la vida puede cambiar. Para algunos el mejor show del año, para otros de la vida, para muchos una experiencia utópica. Para todos sencillamente indescriptible.
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