Un completo silencio. ¿Suele estar así el principal aforo de nuestro país? La gran cantidad de espectáculos que han pisado el Estadio Nacional apelan a complejas apuestas técnicas, que por sus requerimientos es imposible llevar a cabo en recintos como Movistar Arena, Bicentenario de la Florida, o inclusive Club Hípico. Pirotecnia, láseres, puestas teatrales y escenarios montados en medio de la multitud son sólo algunas de las escenas que ha visto la edificación abierta en 1938 en la última década, años que han visto la más rica pluralidad de artistas. Todos ellos con un vasto currículum en cuanto a su obra, todos ellos con millones de ventas en el globo, todos ellos con extensas páginas en los anales de la historia. Pero ¿cuántos de ellos han logrado el más completo de los silencios en su fanaticada? Ese mismo que nos hace conectarnos con sensaciones más allá de lo racional; que nos incita a ver las estrellas y nuestras narices como partes de un todo coherente que llamamos universo. Generaciones más lejanas podrán mencionar a Silvio Rodríguez recordando a Víctor Jara con himnos del “socialismo a la chilena” en medio de lágrimas y luces; las actuales, podrán mencionar a Thom Yorke, Johnny Greenwood, Ed O’Brien, Colin Greenwood y Phil Selway que en dos horas y media nos internaron en su propia constelación.
Los cánones convencionales de la música son algo difícil de romper, la rueda ya no se puede inventar, con suerte algunos “la reinventan” para luego hacerla un círculo manoseado y nuevamente tradicional. Pero Radiohead… Radiohead da lecciones de cómo quebrantar la música, de cómo sonar de la manera más experimental que ellos mismos quieren y de cómo prescindir de los malditos himnos de estadio.
“Radiohead es un viaje a la paranoia”
Nueve meses llevaban sin tocar en vivo, nueve años llevaban sin volver a la capital de Chile, nueve de la noche. Nueve de la noche, entre conversaciones, silencios y miradas frenéticas, la atención apunta a ese escenario que se adornaba por un juego de luces de gran cuantía y una pantalla ovalada al centro, Treefingers sonó de fondo cuando las luces comenzaron a darle espacio a la noche. Ahí estaban, caminando sobre el escenario los británicos, en medio de lo pulcro de Daydreaming las emociones comenzaron a elevarse más allá de las pieles.
Ful Stop, Airbag, Myxomatosis fueron las siguientes piezas de su material que hipnotizaron a cuanta alma yacía en el recinto ñuñoíno. Ya con ese remezón que nos daban quedaba claro, que esa estupidez y el maldito cliché equivocado de que Radiohead hace música “depresiva” es solo una falacia, un argumento en falso para una discusión que nunca existirá entre los que han tenido la opción y la suerte de verlos en vivo. Radiohead, es una reflexión, una introspección individual y colectiva a la condición del ser humano, es un viaje a la paranoia, un viaje que dan ganas de repetirlo de manera perpetua. Si quieres saber sobre la depresión, la depresión está en lo efímero que se tornó este viaje.
Obras maestras terminaban y comenzaban, All I Need, Street Spirit (Fade Out), Identikit, Weird Fishes/Arpeggi, y más, muchos más, ya se comenzaban a bordear las dos horas de música cuando los británicos se bajaron del escenario entre los últimos sonidos de Idioteque. Primer encore listo y las sorpresas comenzaron de menos a más: Fake Plastic Trees creó uno de los pocos coros masivos que se escucharon en el recinto, que acá el espectador haya sacado la voz no es signo de que estaba dormido en el resto del show, al contrario, la primera parte del show fue para la conciencia y la segunda fue para la adrenalina, la euforia y una elevación constante a los pasajes más masivos de los de Oxfordshire. Exit Music fue, quizás, el mejor momento de la noche, entre las nubes amenazantes e intimidantes, los primeros acordes en formato acústico que interpretó Thom Yorke hicieron que las voces bajaran el volumen, el silencio era absoluto, completamente absoluto y la emoción era increíblemente sublime. Luego de terminado Reckoner, los británicos salieron del escenario, la efervescencia no daba abasto pero exigía más.
Nuevamente en pie, instrumentos en mano, sinergia activada y oídos abiertos para escuchar una espléndida versión de Nude, luego una versión más conservadora de Paranoid Android y Karma Police, cuánta nostalgia a la vena en un par de minutos. Todo esto es el mejor legado que nos puede dejar Radiohead, hacerte navegar por mares de emociones, en donde los estados personales sumados a la música generan la combinación perfecta para que cada uno quede hipnotizado en los sonidos más fascinantes que una banda haya producido en las últimas décadas.
Momento de reflexiones que escapan de lo musical: gran parte del sector de Galería y Cancha General se topó con una torre de sonido que restringía en un gran porcentaje su visión del espectáculo, obteniendo apreciación concreta tan sólo de los extremos del escenario. Un hecho perfectamente denunciable ya que, en ninguna de sus formas de publicidad, la productora encargada de la velada, anunció la reducción del campo visual para dichos sectores. Similar situación ocurrió para Depeche Mode, pero que otras productoras no han implementado en su logística. Para reflexionar en torno a los espacios utilizados por el equipo técnico, que si bien es necesario para la realización evento, perjudica al asistente.
De conclusiones podríamos hablar por extensos párrafos, pero nos quedamos con la alegre sensación de que Radiohead es lo que quiere ser Radiohead. Aquél eterno camino de una banda por encontrar un sonido característico, que rompa los esquemas de la industria y les haga sentir profesionalismo y madurez en la creación, llega prácticamente a su fin. El conjunto no tuvo que depender de himnos de estadio, ni mucho menos elaborar una sinergia específica de sorpresas e interacción con su audiencia. Radiohead es de esas bandas que nos sumerge desnudos en su universo, desprovistos de prejuicios o concepciones métricas de lo que deberían hacer: es saltar de un puente para aterrizar en un letárgico río, nadar con ángeles y nuestros bellos amores pasados. Eclipsar miradas con una luna llena, coches estelares y todas las constelaciones que solíamos ver ahogados en nuestra soledad, nuestro respiro único. Nadamos al cielo en un pequeño bote en dos horas y media. Arte contemporáneo en su máxima expresión. Uno de los mejores espectáculos de la década.
Escrita con la colaboración de Andrés Ibarra