No quedó claro en qué momento Tame Impala se conectó con el público local. Si en la previa, si al inicio o durante o si después del show, cuando las luces se apagaron y el escozor estalló en las pupilas asistentes al momento de encender las luces. No quedó claro, tampoco, si se produjo a través de los pies de Kevin Parker, el australiano y cerebro del grupo, que se plantó en el escenario descalzo y con mirada perdida y la cabellera sudada y pegajosa y rubia y opaca al mismo tiempo. Sea como fuese, la conexión se produjo. Quizás de todas las formas posibles, tal como el efecto que su música pretende alcanzar..
Una bocanada de humo ilegal fue el primer abrazo del público chileno con los Impala, que a su vez compactos conectaron los primeros acordes de la canción instrumental que abrió el espectáculo. Las bocanadas eran decenas a la vez. El humo pestilente espantó a los padres de familia que pensaron que sería una buena idea llevar a sus hijos a apreciar la psicodelia: iniciado el incendio no fueron pocas las familias que abandonaron espantadas el VTR Stage con sus hijos en brazos, privándolos premeditadamente del encuentro adolescente.
Ya con las reglas del juego dibujadas, Tame Impala hizo gala de sus tres álbumes: Innerspeaker (2010), Lonerism (2012) y Currents (2015), poniendo especial énfasis en el penúltimo. Por eso la marcha incesante de “Mind Mischief” fue un tanto inesperada, pero disfrutada a rabiar por la muchachada colérica que al borde se reunió. Fue como que un imán: al VTR Stage llegaron a esa hora los cómplices de un mismo vicio musical. El trance capitalizó el espacio. Una psicodelia democratizante se hizo presente: Tame Impala en Chile convoca al zorrón y al clase media en torno al mismo cilindro. Pelos lais y no tan lais se agitaron al mismo tiempo. Caderas lampiñas y no tanto bailaron en un mismo sentido. Rubias y morenas, pálidas y bronceadas se hermanaron al son de canciones como “Feels Like We Only Go Backwards” y tracks del disco más reciente, que no desentonaron y siguieron el mismo discurso musical de Impala.
El momento Elephant fue una postal de regalo, un lujo entre tanto instante lindo. Parker provocó a la audiencia comentando que en Argentina el tema había hecho estragos. Fue cuando el quinteto entonó el hit y el público, que no esperaba la sorpresa, que quizás pensaba que el tema se reservaría para más adelante, estalló en masa y en cadena. Fue una instantánea de locura, y eso es mucho para un festival falto de ella. Lollapalooza se trata de shows que se piensan cronológica y sistemáticamente. Pero también de momentos que en esos contextos programáticos se cristalizan e incluso se fotografían en el recuerdo. Tame Impala fue eso. Durante poco más de una hora el grupo viajó y acompañó y amenizó un atardecer al son de sintetizadores y bases electrónicas y guitarras distorsionadas que con amabilidad abrazaron la oscuridad que en el ocaso del show se apostó sobre las cinco cabelleras australianas.
El concierto más high o volado o psicodélico o sesentista no necesito de cannabis sativa en los pulmoses para su goce. Tampe Impala fue un gran porro musical: un viaje y un homenaje al “estar pegao”. Al “bailar volao”. Al quemar sin quemar.