Uno de los aspectos con los que Lollapalooza ufana, es la camaradería y la capacidad y posibilidad de retorno de sus invitados: el festival pregona la apuesta por bandas relativamente nuevas, que a veces debutan en un escenario menor, y luego vuelven con show extendido, larga duración, y a veces incluso como cabezas de cartel. Alabama Shakes debutó en 2013 y su aparición causó revuelo y buenos augurios: fue uno de los secretos de aquella versión. Esta vez regresaron con fama internacional y reconocimientos institucionales, sólo para reconfirmar su éxito.
La sola presencia de Brittany Howard, vocalista y compositora y guitarrista del grupo, remeció al público que rodeó el escenario, a esa hora (17:15). La sombra que a esa hora cubría la superficie era considerable,, y sin duda colaboró con la asistencia de público que se agolpó buscando refugio. Porque hay que considerar que la sombra en Lollapalooza es patria y soberanía y escasea en el mapa. Todos allí. Juntos y rozandose los brazos, fueron el soporte de la masa musical que sobre ellos se apostó.
En ese contexto de guerrilla por la sombra Alabama Shakes evocó la Paz y el goce y la Musica Negra en su elixir.
El baile fue motivo de comunicación corporal. Las canciones de Alabama, sabrosas como mermelada, bailables por defecto, cantos de Yuca, no lograron más que motivar el baile y la fiesta, y por ende el roce: la danza, el contacto corporal. Todo desembocó tranquilamente pese a lo cualquiera pudiese pensar. Y Alabama Shakes envolvió las escenas (micro escenas) de la incomodidad comida. Por primera vez cómoda.
Una hora de una banda que se asemeja a Woodstock en la mente inerme de algunos menores de edad. Toda memoria ayudó. El sonido sesentista se coló en diagonal: todas las edades, todas las celebridades, todas las generaciones ahí desparramadas viajaron por las carreteras norteamericanas de Alabama Shakes, que se dibujaron en la elipse monumental.