Desde la consola la señal es emitida. Cuatro músicos entran a escena. Luces tintineantes retumban en el humo. Y los Föllakzoid se miran de reojo antes del trance.
A oscuras, entre un público de bocanadas y sudor, casi cuando se extinguía el primer día de Lollapalooza 2016, cerca de las 20:45, lejos de cualquier grandilocuencia, el grupo subió al Lotus Stage en la intimidad del Teatro La Cúpula para ofrecer su segundo concierto en la historia corta del festival, cuatro años después del debut en el mismo escenario. Desde allí un torrente pasó bajo el puente. El grupo se condensó, editó discos que causaron aireadas felicitaciones, se afianzaron en el circuito extranjero, fueron el telón de fondo de un desfile de moda, se pasearon por eventos de la talla del Primavera Sound y el ATP del Reino Unido, y estrecharon lazos con Atom en el desgarro del “beat motorik”, etiqueta que le cuelgan a sus tres discos editados y a la danza electrónica que agitan en cada uno de sus conciertos.
Canciones que rozan los 10 minutos, electrónica lisérgica y material emanado desde una banda en vivo, con bajo, guitarra, sintetizador y batería, apoyados en la consola programadora que cuela bases y ritmos sobre la marcha que se dilatan en el tiempo cuando la sesión arranca. Y al frente, espectadores en hipnosis carnavalesca, que miran desde el centro sin ánimo de baile ni discoteca, dejándose golpear por el beat.
Föllakzoid podría ser descrito como “música pegada”, pero su plusvalía radica en cómo invierte aquel mote facilista. Diego Lorca (baterista), Domingo García-Huidobro (guitarrista) y Juan Pablo Rodríguez (bajista), el triunvirato fundamental y compositor, complejizan esa palabra tan manoseada y desvalorizada por estos días: psicodelia.
Las pistas largas se arraigan a ratos en ritmos que asemejan la zamba, el candombe, el tribal africano, debajo de expansivas capas que cada uno de los músicos emulsiona. Cierta carne viva (y reconocible, a veces instintivamente latinoamericana) retuerce y se pervierte sobre las pistas. Los efectos que ecualizan guitarra y sintetizador acompañan y se acompasan en la segunda lectura del grupo, que apuesta por un viaje matizado en pulsaciones: si hay tracks rítmicos y frenéticos, quizás más bailables, también hay otros letárgicos e introspectivos, casi intimistas. Espíritus y aromas de Pánico o de The Ganjas se invocan cuando el público chileno se encuentra y reconoce en Föllakzoid. En Lollapalooza 16’ la reconexión se sustentó. También una sensación de futuro, de mística y tránsito. De buena salud musical y decisión y proyección.
Los escalones de concreto que a modo de butacas rodean al escenario de la Cúpula, fueron una tribuna perfecta para el deleite de la electricidad de los cuatro ejecutantes, que conectados con la mesa de sonido dialogan y a veces gritan y discuten o cantan sobre sus composiciones, en idioma ilegible. Más que un concierto, durante el show (si puede llamarse así) queda la sensación de presenciar un loop infinito, que se transforma en canción a medida que avanzan los minutos y los oídos asemejan el lenguaje nuevo.
Una hora sobre La Cúpula bastó para la comunión. “Vamos a tocar esta canción que hicimos hace cuatro años atrás en este festival. La vamos a tocar de nuevo porque en esa época tenían 12”, fue el discurso con el que Domingo García-Huidobro comenzó a despedir la sesión. Si bien un público seguidor los confortó todo el tiempo, otro grupo no menor de neófitos (adolescentes que desconocían a Föllakzoid) los contuvieron y disfrutaron la propuesta, desde un trance donde las edades no existieron y todo fue miradas y música y muda conversación.