Desde primavera de 2010 que los californianos de Green Day no pisaban suelo nacional. En ese momento su presentación estuvo marcada por la notoria ausencia de la banda en Sudamérica, pues para esos tiempos el grupo no tocaba en este lado del mundo desde 1998. Ayer, con siete años y cuatro álbumes de por medio, los estadounidenses volvieron a reencontrarse con su público chileno, a la misma hora, en el mismo lugar.
Eran cerca de las 20:00 cuando “Boheamian Rhapsody” comenzó a escucharse por los parlantes del Estadio Bicentenario, una tradición previa de los conciertos de Green Day que nunca ha fallado en prender los motores de los presentes. Así, desde las sombras del escenario brotó el trío de californianos para afrontar una vez más al furioso público latino.
Con “Revolution Radio” bajo el brazo, el álbum tomó buena parte del concierto, siendo los temas con los que se encargaron de abrir, y posteriormente cerrar antes de ir al bis. Aún cuando el larga duración pueda tener ciertas debilidades, el ímpetu de la agrupación en vivo aviva los mejores momentos del disco. El líder de la banda fue enfático al transmitir su mensaje, llamando a la tolerancia y el desorden mientras cantaba “¡Viva la revolución!”.
Green Day entregó un espectáculo en todo sentido, dedicando los primeros temas a recorrer su discografía de los últimos 15 años, para después entregarse a interpretar cortes de su primeros discos preguntando “¿Hay algún fanático del Green Day old-school aquí?”. La banda dedicó al país rarezas de sus conciertos como “Stuck With Me” y “Geek Stink Breath”, afirmando que habían estado guardando dichas canciones para interpretarlas acá. La estructura del concierto permitió que casi toda la discografía encontrara un lugar en el listado de canciones, no habiendo un tema que el grupo no cantara con impulso y energía. El paso desde los éxitos del “American Idiot” hasta la angustia adolescente del “Dookie” gestó una fluida transición entre las mejoras instancias de la discografía de la banda.
Billie Joe Armstrong se confirmó como uno de los mejores frontman rondando actualmente. Desde sus primeros pasos en el escenario, hasta su despedida junto a una íntima guitarra acústica, el vocalista manejó cual titiritero a los espectadores, teniendo a cada uno de ellos a su merced. El líder de la agrupación no se vio quieto en ninguna instancia, ya fuera para dirigirse al público como para recorrer el escenario mientras interpretaba salvajes solos de guitarra. En varias oportunidades Armstrong aprovecharía el vitoreo de sus fanáticos para jugar con el ruido y hacerlos gritar cosa que hasta desde Estados Unidos pudieran escucharlos.
La banda como conjunto es capaz de brindar un fantástico show en vivo. Sin la necesidad de explorar en dificultosas interpretaciones musicales, su punto fuerte radica en el desplante escénico. Tanto el bajista Mike Dirnt como el baterista Tré Cool brindaron un carisma innato desde sus posiciones en la escena, muchas veces acompañando al líder del grupo para convertirse en el centro de la atención. En canciones como “King for a Day” todos los músicos arribarían vestidos de forma ridícula, sin miedo ha hacer de payasos y divertir de forma orgánica.
El calibre de los músicos no vio debilidad en ningún momento de la noche. La propuesta del trío nunca ha estado enfocada en la complejidad artística, pero aún así gracias a los músicos de apoyo las interpretaciones pudieron cruzar el umbral de punk genérico para volverse especialmente destacables. El uso del saxofón y acordeón de Jason Freese no pasó desapercibido, llegando a robarse la noche en distintos momentos en que se volvió un punto principal, especialmente al aparecerse en los covers.
La interacción con el público se convierten en un punto fundamental al momento de sembrar la estrecha relación que la banda tiene con sus fanáticos. La facilidad del líder para dirigirse a los espectadores y de volverlos una parte fundamental del espectáculo permitió que al ambiente fuera cálido y nostálgico. En repetidas situaciones el vocalista subiría a alguien al escenario para hacerlo saltar entre el público, o le haría cantar una canción y tocar la guitarra, para momentos después regalarle la misma. La pasión que cede la banda para entablar una conexión con sus espectadores es lo que hace que, una vez terminado el show, cada uno de los presentes sepa que vivió una experiencia que trasciende de lo musical.
Es difícil para un grupo vivir de las expectativas que sus fanáticos están constantemente generando sobre ellos, más aún cuando se recuerda el show previo con tanta nostalgia. No obstante la postal que los californianos dejaron en el Estadio Bicentenario es una para revivir cientos de veces más. La pasión de los estadounidenses por volver cada presentación un encuentro memorable es lo que hace que cada instancia como esta se vuelva completamente especial. Con papeles volando por los aires, llamas arriba del escenario, cientos de frentes sudadas y una banda negándose a morir, Green Day se despidió del país dejando atrás más de 20 años de rabia adolescente.