El negro Huber llegó a las 12:00 horas de Calama en el asiento 24 de un Tur Bus Semicama, mochila al hombro y dentro de dos zapatos de cuero estilo padre de familia, una talla más grande, que durante el viaje le ayudaron a distraer la mente y matar la espera y la penumbra. Tiene 30 años y trabaja en una planta agrícola como asistente del supervisor. Su contextura gruesa vino abrigada de su atuendo laboral: la camisa la cambió por un polera blanca, pero trajo una muda para usar en el concierto. Almorzó en el centro. Fue al Santa Lucía. Caminó por la Alameda y llegó al San Borja. Pasó, y se dio cuenta, por el sitio donde mataron a Daniel Zamudio, una señora le contó la historia. Y de ahí, partió al Caupolicán, ubicación cancha. A las 20 horas ya estaba al medio de la pista esperando. En la previa, no hizo amigos. Pero a cambio, se quitó la polera y se calzó una camisa roja a la usanza The Man Machine. Recién ahí llamó la atención del resto. Y recién ahí sintió que el dinero no fue gastado en vano.
Se hizo fanático de Kraftwerk a los 12 años, por influencia de un tío asiduo a la electrónica industrial. Se sabe el concierto 3D de memoria. No estuvo en la visita de los alemanes con Radiohead en la fecha doble de 2009; no habían lucas. Por eso, cuando las luces del Caupolicán se apagaron, el pálpito cardiaco del negro Huber se aceleró, y de inmediato comenzó a sudar.
Con los lentes 3D humedeciéndose en sus orejas, saltó de júbilo cuando la tropa entró a escena y trizó su metro cuadrado en Numbers, la primera canción del setlist, que en su inicio dedicó capítulos al álbum Computer World. Con una camisa roja cada vez más escarlata a fuerza de público (cancha repleta, plateas copiosas), Huber se electrificó y parecía absorto como los miles de asistentes que, a través del 3D, viajaron por los vértices de números, códigos binarios y computadoras antiguas. Para el momento The Man Machine, la raza humana estaba rendida: en The Model, el negro Huber no fue capaz de mover un músculo de cuerpo por el impacto emocional y cerebral. Un coro asombrado y chillón (por la naturaleza de las sorpresas) vociferó con hálito electrónico y el Negro Huber se transformó en una máquina kraftwerkiana, prácticamente por sumisión.
Un parque tridimensional se apostó sobre el público en Autobahn, y la estética del progreso futurista hizo lo propio en una carretera que a kilómetros por hora iba quedando atrás. En el show 3D de Kraftwerk, el repertorio lo rigen las imágenes y el material de archivo. El setlist se adapta al formato: las canciones más largas se acotan y desfilan sólo hits emblemáticos, acaso no los más radiales, pero sí los más “visuales”. En Spacelab, un ovni se posó sobre Chile, Santiago y el Teatro Caupolicán, y el público rápido estalló en el asombro. Un repaso discográfico sucesivo iba dando forma al concierto sin mayores preámbulos. Por lo anterior, quizás, el lapsus Radioactivity pasó casi desapercibido si no fuera por el mensaje concreto sobre Fukushima; todo lo contrario a los momentos del Tour de France, que apoyados sobre valioso material de archivo en blanco y negro (en tecnología 3D) sustentaban el relato sonoro del cuarteto. Imágenes de competencias, fotografías y detalles bikers se convirtieron en una postal del show, aunque al negro Huber, la última parte, luego reconocería, lo lateó.
El bis, eso sí, fue para él un ajuste de cuentas con su pasado. En Aéro Dynamik, Boing Boom Tschak, Techno Pop y Music Non Sto, las últimas canciones de la noche, el negro Huber tuvo que ajustarse más de la cuenta los lentes: lo que recorrió su rostro de piel oscura y tosca fue una salsa viscosa de lágrimas y transpiración pueril. A la salida, cuando casi conteniéndolo le pregunté por el concierto y su impresión, su respuesta fue la de un hombre simple: un aburrido ruido humano unidimensional
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