Año 1973. Día miércoles. Fecha, 11 de septiembre. Chile cae en manos del totalitarismo liderado por fascistas armados. Cinco día después Victor Jara es torturado y asesinado en el entonces llamado Estadio Chile. Una época oscura comienza.
Cuatro años después en el núcleo de una Inglaterra empobrecida, una juventud iracuna concentra su rabia en música y letras. La poesía se vuelve gritos de caos. Sex Pistols firman su discográfico frente al Palacio de Buckingham y son escoltados por la policía inglesa para abandonar el lugar. En paralelo, Joe Strummer y Mick Jones se unen para liderar The Clash. En marzo del ’77 publicarían su primer sencillo: “White Riot”. Inspirados por las manifestaciones de los afrodescendientes en la Inglaterra oscura de los 70s, Strummer y Jones invitan a los jóvenes blancos a rebelarse contra la monarquía y tirar el sistema abajo.
Al sur de Latinoamérica, en la comuna de San Miguel, un joven Jorge González mezcla el tenso ambiente político del momento con el fugaz ritmo new wave y punk que viajaba a través del atlántico. Los Prisioneros nacen. La música como insignia de rebeldía contra la censura y la represión.
En un gobierno que camina sobre el frío y delgado hielo de la estabilidad, la música busca instantes para expresarse. Momentos de gritos secos en que calcinar la furia del pueblo por sobre los ineptos pilares políticos. Pero hay una necesidad de separar ambos movimientos. “¿Por qué mezclar la música con política? ¿Por qué no podemos salir a marchar tranquilos?”, intentan preguntarse.
Porque para oídos de algunos la música nunca ha estallado en política. Y los movimientos siempre deben hacerse en paz y armonía. Con respaldo del poder actual. Sin molestar. Ojalá sin marchar sobre ninguna calle principal. Sin hacer ruido. Que hagan el menor daño posible. Tu libertad termina donde empieza la mía, después de todo. Tengo que llegar a estudiar. Tengo que llegar a trabajar. Tengo mis cosas que hacer. No van a cambiar nada. Paguen el pasaje. Pórtense bien.
Qué bacán que protesten y todo loco, pero ¿por qué molestar? ¿por qué mezclar arte y política? Ninguna canción de The Clash es política después de todo. Es un ritmo divertido y bailable. Pon esta parte más fuerte que me encanta como suena. La música debería divertir, dicen. Las marchas no deberían molestar, dicen. Años y años de hacer las cosas según el código. Sale una manifestación, entra la siguiente. Que nadie se cuestione nada. El estado natural e ideal. El único estado que conocen.
Frases que repetirán una y otra vez porque no alteran su día a día. “Ya bajaron el pasaje ¿qué más quieren?” No entienden de dónde viene el malestar, porque no miran más allá de la música. Se niegan a interpretar la metáfora del estribillo. La insurgente poesía del verso. Qué tremenda que es “Killing in the Name”. Ni idea de qué trata. El punk se fundó en las bases de la anarquía. ¿Qué importa de dónde venga la rabia de estas canciones? Mientras huelan a gringo y se puedan bailar.
Pensar que las manifestaciones deben existir en un contexto inalterable. Bajo una línea de reglas que eviten que cualquier tenga que replantear su posición en el problema. Nunca mirar más allá de lo que te conviene saber. Bailar una canción sin letra. Un disquito simpático para ti muñeca que estás solita en tu casa.
Esa idea irreprochable de que el autor y la obra viven en situaciones inconexas. De que pueden salir a expresarse sin causar desmanes, sin molestar. Pero nada nunca se ha conseguido sin molestar. Porque los de arriba no escucharán a menos que el ruido sea tan fuerte que lleguen a la cima del tercer piso de sus casas. Y da lo mismo cuanto quieras ignorar que esa canción es de protesta, sus versos van a tirarte contra el pavimento.
The Clash no es apolítico. Rage Against the Machine es más que un grupo ruidoso. Roger Waters tiene porqué meterse en política. Ana Tijoux lleva 20 años cantando contra la opresión del estado. Silvio Rodríguez no solo es un cantautor romántico para guitarrear un rato. Y la canción sigue después de “yo no canto por cantar, ni por tener buena voz“.
La música es política. El arte es político. Y da lo mismo cuanto quieras ignorar su mensaje, serás el primero en caer cuando los versos desplomen a los indiferentes. Las manifestaciones tienen que hacerse oír, y los poderes políticos deben escuchar. Las canciones no deben acabar en el simpático sonido que escapa de los parlantes. Viven en el entretenimiento, pero no están ahí para entretener. Existen para cuestionar y socavar.
“Cuando golpeen a tu puerta principal, ¿cómo vas a salir? ¿con las manos sobre la cabeza o en el gatillo de tu arma?” es lo que dice Paul Simonon en “The Guns of Brixton”. Podrán aplastarnos, podrán golpearnos, pero tendrán que responder a las armas de Santiago.