Entra al escenario de la Sala SCD de Bellavista con un vaso plástico en la mano, una mochila al hombro, y bajo el brazo, un manojo de carpetas, lentes ópticos, papeles de oficio y hojas sueltas de cuaderno. Bebe algo que podría ser chicha y regala un salud. Se escuchan tímidos aplausos. Al instante, presenta a Guillermo Álvarez, el documentalista que registró su concierto en la Iglesia San Francisco durante el Día del Patrimonio. Es su amigo y le ofrece sentidas gracias. Pide al público que haga preguntas. Nadie levanta la mano. «Quieren al tiro, entonces», dice, y Mauricio Redolés -41 años de músico, 62 de hombre- dibuja su inconfundible sonrisa sardónica y politizada.
Despide al amigo, deja los papeles en el piso e irrumpen los músicos. Antes que la situación se descontrole, recuerda a su madre que falleció a penas unas semanas atrás, y le dedica las dos primeras canciones, ambas del pop español de antaño: entrañable Ana Vuelve a Casa (Los Puntos) y Ahora Sé Que Me Quieres (Fórmula V). El poeta apela a su memoria histórica y emotiva. Aprieta los ojos, canta con las amígdalas, lee las letras desde una de esas hojas arrugadas que lleva consigo y que se parecen él mismo. En el acto, se agita y se estremece, y de lejos se le ve el gesto de quien recuerda a alguien con cariño. Un escalofrío recorre la sala, también la extrañeza: arriba, sobre el escenario, se rinde un homenaje o un réquiem festivo y eléctrico, nunca triste. Durante la regresión la melancolía se desgarra como una bolsa plástica cuando se acompasan los acordes de Eh Rica. Se elevan los primeros gritos de cierta microeuforia. Lo acompañan un baterista, un percusionista, un acordeonista, un guitarrista, un bajista y alrededor de 100 personas. El concierto podría ser tildado de íntimo. A Redolés, desde cualquier punto de la sala, se le bifurcan las patas de gallo y el desplante y humor de siempre. Salud, ánimo y ganas. Más que punky, luce como músico Lo-Fi, experimental y actual, líder de una banda renovada que lo quiere y acompaña en su vitalidad. Una polera negra y lentes marco grueso colorean su figura, que no para de moverse, y que en ningún momento tomará una guitarra.
Le siguen las rancherosas Michelle y los Pingüinos y Choro Porteño, una pequeña imitación perfecta como el inspector Vallejos y más guiños a la música «norteña»: Arica 1971 y Ferrocarriles Clandestinos Chilenos, ambas de su más reciente disco, One Two, Tres, Cuatro, que se escucha también como un homenaje sonoro personal a México.
Desde la audiencia, antiguos fans y universitarios y lanas tradicionales y también oficinistas-post-pega escuchan en estudioso silencio. Se ríen con los chistes; le piden canciones que Redolés no toma en cuenta; participan del devenir y dialogan constantemente. Entre pópulo y artista se pierde la solemnidad de ese evento llamado concierto, donde tanto músico chileno arrogante trata de parecer inteligente y glorioso. Entremedio, la indispensable memorabilia de izquierda, especialidad suya, y tiempo para clásicos como El Espejo (la favorita de su madre), Canción Para la Más Chiquitita De Todas, Química, Chileno Feo, Nutrias en Abril, Blues de Santiago, Marcando Ocupao y el excelente y trágico y sucio Recabarren’s Blues, muestra auténtica de crónica redoliana.
Quién Mató a Gaete congela la noche, minutos después de una rifa de tarjetas de descarga musical que anima el propio Redoles; o Redohead, como dice que se llamará ahora. A esa altura el recital ya no es recital, es cualquier cosa mejor. Llegando a Yungay cierra el setlist. Y cuando termina, recoge su vaso plástico, su mochila, los papeles de oficio y las hojas sueltas y se pierde escalera abajo. Un poco más contento, igual de anónimo. Más digno que todos los músicos chilenos juntos.
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