Realmente con Weezer uno nunca sabe que esperar. Con más de 20 años de carrera tienen en sus manos una de las discografías más dispares de la historia. Entre clásicos noventeros, accidentadas entradas a lo mainstream, vueltas a forma y torpes caídas de frente, uno nunca puede tener expectativas tan grandes cuando se enfrenta al nuevo material del cuarteto.
De todas formas, es inevitable emocionarse ante un nuevo trabajo de los estadounidenses, más aún considerando que varios de sus éxitos son -para bien o para mal- parte intrínseca de la cultura popular. Y con un modesto álbum de covers a meras semanas de diferencia de lo que sería su último disco homónimo, había razones para pensar que si el grupo tenía tanto material bajo la manga, sería por algún motivo.
A pesar de comenzar con uno de sus sencillos originales más entretenidos en años: “Can’t Knock the Hustle”, el álbum no tarda en caer ante las mismas limitaciones que han estado restrigiendo al grupo por años. El corte introductorio establece una divertida melodía la cual conduce a un adictivo y energético estribillo. Repitiendo constantemente el nombre de la canción, Rivers Cuomo se haya en su versión más desinteresada y emocionante. Mas es solo la mera introducción a una continuación menos atractiva.
En pocos minutos, “Zombie Bastards” se convierte en una de las canciones menos entusiasmantes de la agrupación. Su letra irónica apunta las señales en contra de los haters de la banda, pero fracasa en ser realmente impresionante. La comedia cae al piso, y la progresión de guitarras no salva una melodía que en algún momento muere ante clichés armónicos: “Podemos ir hacia arriba, podemos ir hacia abajo”.
La falta de emoción en las composiciones melódicas es todo lo contrario a porqué amamos a Weezer en primer lugar. En previas ocasiones hemos detestado sus extraños jugueteos con el pop radial y la electrónica, pero no por eso odiamos la pura idea de que ellos experimenten. En “Black Album” las extrañas mezclas están lejos de presentarse. Muy por el contrario, deciden traer el pop rock más sencillo y flácido que tienen a manos. Cortes como “Piece of Cake” y “The Prince Who Wanted Everything” recuerdan a los peores momentos de “Make Believe” (2005). Un intento tan desesperado por hacer coros que agraden a las familias y las pongan a cantar, que olvidan ser algo único y carismático.
En gran medida no son las ofensas las que ahuyentan a quien escucha, sino que su falta de pasión sobre las cuerdas. “Living in L.A.”, “I’m Just Being Honest” y aquella que cierra el álbum: “California Snow”, pierden en toda arista memorable. Canciones que se desarman a los pocos instantes que dejan de sonar. Un pop de guitarras a medio camino, carentes en producción refrescante y cariño por la música. No dudo que en el alma de los interpretes sigue habiendo pasión por lo que hacen, es más el como fallan en impregnar aquello en sus canciones lo que genera distancia entre la música y el auditor.
Estamos hablando de la misma banda que hace meros cinco y tres años respectivamente, nos emocionó con LPs de la gama de “Everything Will Be Alright in the End” (2014) y “Weezer (The White Album)” (2016). Si hay algo flameando en el corazón de los músicos, debe seguir allí oculto. Pero cuando cortes como “High as a Kite” terminan siendo de los más fascinantes en una serie de canciones débiles y flojas, estamos en problemas.
Dudo que en un par de años recordemos la existencia de esta pieza de entretenimiento. Con trece álbumes bajo el brazo -seis de ellos homónimos-, “The Black Album” está destinado a caer dentro de la ignorancia de aquellos que en un futuro quieran repasar los mejores momentos de la banda. Sin ser genuinamente terrible, termina en una área gris de vacío y aburrimiento. Aquel que te distancia de la música. Aquel que una vez finaliza abre la pregunta “¿por qué no escuchamos Buddy Holly mejor?”.
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