Cuando tocaba Niños del Cerro, el primero de los dos conciertos de Mac DeMarco en su tercera visita a Chile ya era una fiesta: un “carrete”. Al ingresar (bajar) al escenario principal de la discoteque Blondie, a medida que se esquivaban escaleras y filas de compradores, el sonido de una turba retumbaba el piso y la silueta de decenas se reflejaba en murallas brillantes de sudor, a penas pasadas las 20:30. Se fueron del plató con la tarea hecha: público prendido a la espera de DeMarco y sin ánimo de ceder un centímetro de metro cuadrado.
Era tanta la motivación ambiente que la masa disfrutó el playlist de espera como si fuera un show aparte. Elephant, de Tame Impala, fue recibida como si el mismo Kevin Parker hubiese entrado a escena. Ipso facto las fuerzas de vanguardia comenzaron a saltar, y cuando el tema se apagó, los espontáneos lo despidieron con aplausos, casi pidiendo el bis.
Fue en plena Rebel Rebel de David Bowie que Mac y su banda subieron con el ánimo de un roadie y sin focos encandilando sus rostros. Los más despiertos lo advirtieron y explotaron a la orden. Rebel Rebel seguía sonando cuando el cuarteto se posicionaba en sus instrumentos.
De ahí en adelante, un gran karaoke. El “lazo” del canadiense con la torcida local, ese vínculo del que tanto se festina, está arraigado principalmente en sus canciones y no en el culto a la personalidad, como a veces se pretende deslizar. La que se arraiga es la cadencia DeMarco (que a veces emparenta sus canciones hasta el efecto Deja Vu). Y la fidelidad local le causó gracia. A la usanza sudamericana, el público coreó con ímpetu de estadio los riffs de canciones como Cooking Up Something Good o The Way You’d Love Her, y DeMarco respondió con risas y gritos como suele hacerlo ante sus presentaciones. Esataba advertido y se notaba. El show, en su inicio, fue un tren largo que no se detuvo en estaciones de lugar común: apenas un tibio saludo generó el contexto de emisor y receptor.
Ode to Viceroy fue una de las más coreadas. Justo al medio de la presentación, DeMarco festivo por el buen recibimiento osó una parodia de Stairway to Heaven de Led Zeppelin. Risas del público. Luego, rindió un sentido homenaje musical y romántico para el encargado de maniobrar su mesa de sonido que duró alrededor de 3 o 4 minutos.
Rock and Roll Night Club y la celebrada My Kind of Woman fueron momentos cumbre de un setlist que fue coreado o tarareado o chamullado casi entero. En alguno de esos hits, al costado izquierdo de la mesa de sonido, el público jugó a traspasarse de brazo en brazo a un borracho que no daba más, un hombre muerto caminando que sucumbió al aturdimiento y la fatiga. Y es que el trayecto del concierto fue intenso y sin pausas.
Quizás por lo anterior, o por razones mucho más comerciales y racionales, la presentación no tuvo encore pero sí un lapsus de alrededor de 15 minutos, en el que Mac y su banda participaron de un jamming colérico, justo a la mitad de Still Together y que incluyó un cover de Nirvana (Smells Like Teen Spirit) en la voz del baterista y con DeMarco bajo los platillos. El lapsus fue largo y cansador. Tanto así que por el minuto 10 las pifias eran evidentes y se pidió el regreso inmediato del compositor a escena. Y lo hizo a su modo. Ya lejos de la batería, no dudó en lanzarse a la masa humana y nadar allí largos minutos, de extremo a extremo de la sala. Sólo después de un rato se reintegró al show, y la banda finalizó Still Together en la algarabía de la Blondie. Ya antes se había advertido que aquel era el último tema, y lo fue. DeMarco no volvió, se sacó selfies, regaló cosas, prestó piel y masa muscular, pero no volvió. Y la sensación que quedó fue la de un show corto, apurado e intenso.
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