Históricamente la abstracción de las construcciones sociales referentes al género invitan a cuestionar y reflexionar sobre las características y conductas que condicionan las concepciones de lo femenino y masculino. Así, es que este binarismo expone una suerte de dominación hegemónica contenida en la masculinidad tóxica que pusimos en tela de juicio a través de estos comerciales.
Sobre esto, la consolidación de la masculinidad como premisa binaria, jerárquica y excluyente se enmarca desde tiempos remotos como una expresión de supremacía. Diversos autores han intentado aproximarse, a través de cuentos bárbaros e historias primitivas, a la vida cotidiana de los primeros estadios de la humanidad, y sobre esto es importante reconocer la existencia de un patrón conductual transgeneracional que resulta ser una pieza clave en la comprensión de la relación entre el hombre con su entorno, siendo estas las representaciones culturales.
Las representaciones culturales, entendidas como elementos característicos de determinadas sociedades que particularizan su relación con el entorno. Diferentes autores reconocen que estas representaciones se hacen latentes en las relaciones entre géneros, puesto que este patrón transgeneracional apunta a las concepciones sexistas en que interactúan los hombres y las mujeres, en términos muy concretos y específicos, las mujeres fueron consideradas como guardianas, purificadoras de piedad que buscan compañía de los hombres. Mientras que en el caso opuesto los hombres son retratados como holgazanes, un ser que busca la compañía de otros hombres para insultar, beber y cazar.
Esta representación social transgeneracional relativa a la construcción cultural de la masculinidad, condiciona en primer lugar a la relación del hombre con la alimentación, puesto que al ser una actividad que históricamente ha sido abstraída como una actividad vigorosa y valiente, construye a los animales como un objeto, una cosa a la cual “dominar”, una criatura que únicamente existe para sacar provecho. En consecuencia de lo anterior, la caza como práctica se transforma en una acción de una revalidación de masculinidad, el asesinato en un título grotesco de sexismo, y el consumo de ese animal como una pseuda consolidación performática de una hegemonía jerárquicamente binaria.
Claro está que la caza, como práctica, es una actividad repudiada por gran parte de la población, y también con la existencia de supermercados esta actividad de “supervivencia” ha ido a la baja. Sin embargo, que la caza no exista, no significa que ésta dinámica no exista; muy por el contrario, esta dinámica sigue existiendo simbólicamente a través de las relaciones de poder. Al afirmar lo anterior, apuntamos a que dentro de las interacciones entre hombres y mujeres cisgénero, prima una acción muy similar a la caza, la cual consiste en que el hombre debe ir a “conquistar” a aquella mujer, mientras que la mujer debe “dejarse querer”.
Estas premisas condicionan de manera certera la violencia machista, ya que configura una supremacía masculina como mantención de un status quo patriarcal como orden social. Pero, ¿qué significa eso? Según Peter Wade esto quiere decir que históricamente el hombre ha sido considerado como un ser falsamente “superior”, y con esto se crea la premisa clave de que todo debe estar a su merced, por tanto, al momento de reclamar algún tipo de relación sexo-afectiva, las dinámicas propias de este tipo de interacción se asemejan a las dinámicas internas e históricas relativas a la caza. Sin embargo, en contextos de vínculos afectivos, cuando esta ruptura a ese orden patriarcal, en ocasiones dan espacio a la violencia como respuesta a esa pérdida de control.
El femicidio como fenómeno social siempre es un tema difícil de abordar, en lo emocional, en lo afectivo y en lo político. Sin embargo, en los medios de comunicación hegemónicos, que tienen la posibilidad de dar a conocer estos temas, existen profundas diferencias en el modo en que se tratan estos casos, es decir, una odiosa comparativa entre un homicidio, parricidio y un femicidio; puesto que los medios al tratar un homicidio y parricidio relatan esta noticia desde un prisma en el cual se le da profundo interés en las causas, el contexto, las víctimas, es decir, sobre estas premisas se desarrolla un discurso completo que invita a conocer el delito desde su forma más compleja, mientras que en el caso del femicidio y feminicidio esto no ocurre.
Cuando la multidimensionalidad de la violencia contra las mujeres llega a su punto máximo, existen un sin número de trabas para que el asesinato de una mujer sea considerado como un femicidio, ya que, se necesita comprobar algún tipo de relación afectiva, parentesco, causas, hijos en común, entre las más solicitadas. No obstante, desde los medios de comunicación este acto se reduce a sencillamente a tratarlo como “un crimen pasional”, restándole importancia, implantando automáticamente a la sociedad un discurso que responsabiliza a las mujeres por la ocurrencia de estos hechos, y por otro lado, el interés morboso de relatar una y otra vez el modo en que fueron ocurriendo estos hechos.
El tratamiento de los medios de comunicación respecto del femicidio tiene directa relación en la manera en que se consumen alimentos de origen animal, y con esto apelamos directamente a la cosificación de las y los oprimidos a través de la particularización de las regiones anatómicas como una forma reduccionista de relacionarnos discursivamente con la violencia y el asesinato. Por ejemplo, cada vez que se promocionan diversos tipos de carne, estos son expuestos como “Oferta: Posta Paleta a 50% de descuento pagando con su tarjeta cencosud”, es decir reducir al máximo la corporalidad animal y disociar la muerte de un animal como un mero objeto de consumo. Esta situación discursiva también es latente en la exposición de este delito en los medios de comunicación, como por ejemplo : “Un crimen pasional ocurrido en las inmediaciones de -cualquier lugar de Chile-, termina con una mujer con diversas lesiones en la zona toráxica. Según peritajes del SML estas lesiones son atribuibles a puñaladas de arma blanca”, en este caso se reduce al máximo la corporalidad de la mujer, y disociar en extremo el asesinato de una mujer a causa de las relaciones de dominación. ¿Nos acordamos un poco del caso de Nabila Riffo y el tratamiento morboso de su caso en los medios de comunicación?
Son estas las razones que articulan esa relación de masculinidad como una extensión de la relación del hombre con las mujeres, y también el hombre con los animales, en términos sencillos: dominación, supremacía, hegemonía y estratificación sexual. Es por esto que es importante replantearnos nuestra relación con la comida, puesto que entendemos la alimentación también como un acto de resistencia frente a un sistema de opresión que nos hace creer que nosotras, nosotros y nosotres no tenemos más opciones de consumo carnívoro de alimentos. Así, el cambio de las dietas vegetarianas-veganas son un acto de respeto y empatía con nuestro entorno, a nivel personal y también a nivel medioambiental, ya que la industria ganadera y láctea tienen el más alto índice de contaminación a nivel mundial.
En este sentido, la mala relación que tenemos las mujeres con nuestro cuerpo y las expectativas que existen sobre los cuerpos feminizados que impacta directamente en nuestra relación de culpabilidad con la comida. Comer nunca es malo, la industria alimenticia y los estereotipos de los cuerpos femenizados sí, las dietas vegetarianas-veganas son un acto político de resistencia, empatía respeto y amor. Mientras la industria ganadera y alimenticia, en conjunto con los medios y publicidad de dichas empresas, oprime de forma consistente a las mujeres, animales y hembras, es necesario replantearse la forma que nos aproximamos a la representación de género en los medios de comunicación masiva.