A las siete de la tarde, en el Parque O’Higgins, había más niños sudando Fantasilandia que asistentes del show de The Libertines e Iggy Pop en el Movistar Arena. La hora invitaba al pasto y a llegar palomeando a la cúpula mayor de la explanada, a esa altura, rodeada de concursos y suvenires de una cita musical inédita. Como no habrá review de Ana Tijoux, aquí 5 letras: única. Adentro, los puntuales pudieron escuchar a la chilena sideral que frente a una cancha casi desocupada amenizó sabrosa la espera y el nervio, con gracia y ganas, alegre y auténtica.
La barra llegó lenta. A las 20:00, cuando se apagaron las luces del Arena al son de Power To The People de John Lennon, todavía se veían generosos espacios en blanco en las tribunas. Pero la oscuridad y el ruido fueron cómplices para la irrupción de The Libertines en Chile, por primera vez. Delaney, Barbarians, Heart Of The Matter (las dos últimas del 2015) fueron las encargadas de romper el hielo. A pulso frenético –como sucede en su universo creativo- pasaron una tras otra en lo que sería la tónica de su show: un espasmo rápido e irreflexivo.
Entraron empuñando una bandera de Chile y otra del movimiento autonomista mapuche. El hombre que agitaba al Wallmapu, fue el sobreviviente de las fiestas de Amy Winehouse. Pete Doherty: jeans azules, polera negra adentro del pantalón, cinturón ajustado, un nuevo Doherty, no salió de la esquina de su jurisdicción, delimitada por la nariz del otro vocalista y guitarrista de la banda, Carl Barat.
La postal típica se hizo constante: Doherty y Barat cantando en un micrófono y casi besándose a medida que esbozaban palabras. El juego repetido se extendió por todo el setlist. Y al otro lado John Hassall, el bajista del grupo, indiferente. Fame and Fortune y Boys in the band se escucharon antes de la primera pausa y los correspondientes saludos al público, a esa hora sólido en número.
Es cierto que en el concepto Libertines no cabe la pulcritud. Tampoco la claridad (de ideas, de música) ni la sofisticación. Lo suyo va por tonelajes de intangible actitud y distorsión, e incluso festejo alegórico. Su show en Movistar Arena apeló a eso. Los hits que le dieron respaldo en su primera etapa, antes de la separación, se ofrecieron para sacarse las ganas de escucharlos en vivo, y le permitieron al cuarteto un relajo del que abusaron. Apoyados en esos hits avanzaron desprolijos en la ruta, a veces destemplados, apelando a las amígdalas y al pulso fuerte de Gary Powell, baterista que junto a Carl Barat visitó Chile en 2013 para ofrecer un show con tufo a Libertines en el club Amanda.
De esa vez en Vitacura, el pasivo Doherty hizo la diferencia. A pesar de botar y patear dos veces el micrófono, y de lanzar la armónica lejos cuando dejó de usarla (o soplarla), su carisma no eclipsó a ninguno de sus colegas. Su labor se redujo en exclusiva a agitar las cuerdas cuando había que hacerlo, y a tomar el rol protagónico cuando la música fue más calma y melosa, acaso melódica en una cita que no tuvo momentos de quiebre.
What Katie Did, You’re My Waterloo, Gunga Din, Can’t Stand Me Now, se constituyeron en la base de la presentación. La última fue coreada y bailada, también, a medida que el recinto copó su espacios vacíos. Anthem for Doomed Youth, Death On The Stairs, Time for Heroes, The Good Old Days, sirvieron para refrescar la memoria y pensar en el Up The Bracket, signo y sombra de ese pasado que los vio crecer y bajo el cual hoy cómodamente descansan.
Para el cierre Music When The Lights Go Out, Tell the King, Up The Bracket y Don’t Look Back Into The Sun. Sin encore porque quizás ya no era necesario. En una hora 10 minutos Libertines tocó a su ritmo y a veces sin ritmo, bajo las premisas que ya sabemos: descoordinados, perdidos, amparados e indultados por la ley que promulgaron y que con tanto ánimo y grito defienden.
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