Si acaso alguien esperaba que Albert Hammond Jr. tocara un acorde, una canción, hiciera un guiño o recordara un resabio de The Strokes, esperó en vano. Los cientos de asistentes al show que ofreció el neoyorkino en el Itaú Stage tuvieron que conformarse con una contundente masa musical similar en sonido a su alma mater; un refrito en específico de Room On Fire, el segundo disco del grupo, tal vez de Is This It, sobre el cual Hammond se apoya sólo conceptualmente para dar forma a un espectáculo que en ningún momento se desmarca ni desconoce la razones de la fama del emblemático guitarrista.
Lo de Hammond fue una avalancha desde el principio. A veces inentendible en intensidad y soporte, pero avalancha a fin de cuentas. Tres guitarras eléctricas fueron los motores de un show que en ningún momento encendió, motivó o cautivó a los presentes, y con el que el músico simplemente se dio a conocer al público sudamericano.
La distorsión fue una constante en el pavimento del Parque Ohiggins: en ningún momento hubo espacio para baladas ni estribillos, ni canciones lentas ni románticas, ni mucho menos orgánicas. Ni pensar en guitarras clásicas ni teclados. No. Acá todo fue ruido, desorden y pedaleras infinitas conectadas a sus respectivas guitarras. Como si fuera un concierto de The Strokes, pero sin canciones y con otros integrantes.
La audiencia, en su mayoría millenials, desconoció la trayectoria, pero abrazó la nueva música que se le presentó. Hammond se hizo fuerte en el setlist con sus tres álbumes de solista: Yours To Keep, ¿Cómo te llama? (2008), AHJ (EP, 2013) y el brillante Momentary Master, que lo trajo a Sudamérica con un tour vertiginoso, que antes de Santiago lo paseó por Brasil y Argentina, de donde es oriunda su madre.
No obstante ese dato, en el escenario Hammond pronunció escasas palabras en español. Su interacción con el público se limitó a pronunciar el nombre de la ciudad, la clásica pregunta ¿Cómo están? y sería. Casi no hubo espacios entre canción y canción. Cero diálogos. Y de nuevo: mucha distorsión. Tanta que incluso hubo asistentes (las más jóvenes, las más delicadas) que se taparon los oídos para seguir el pulso del concierto. Otros optaron por refugiarse en el pasto para acaparar humedad (a esa hora del día no había sombra por ninguna parte), o simplemente se sentaron en el cemento. Nunca el espacio del público estuvo repleto, nunca acaparó público que se topó con el show por casualidad, como suele pasar en Lollapalooza.
Esto fue para los entendidos. Para los amantes de The Strokes, en forma. Pero también para los nuevos adolescentes, para el público púber, siempre hambriento de frenesí.
Pero no hay que confundirse: esto no fue Julian Casablancas en el Lollapalooza 2014, donde más que nostalgia hubo un algo penoso y tristemente desarraigado. Esto fue distinto. Lo de Hammond homenajeó acaso los pasajes más memorables de The Strokes, sus tres primeros discos. Canciones como Someday o Hard to explain encontraron parentela en tracks como la melódica Back to the 101, tema original de Hammond, pero que parece extraído de la época Strokes, cuando Albert tenía un poco más de pelo y no se vestía de blanco riguroso como sí lo hizo ahora en su concierto en solitario (polera y pantalón blancos).
Difícil catalogar un show como gélido cuando el sol y una temperatura insoportablemente calurosa acompañó la música de principio a fin. Pero el setlist fue más bien frío, sin espacios para la improvisación o el goce como sí los hubo en conciertos que coincidieron en hora (por ejemplo, Eagles of Death Metal, cuyo vocalista no tuvo problemas para tomar dos tragos al seco de aparente piscola en el escenario).
La tibieza le hizo un flaco favor al espectáculo de Hammond, simplemente.
Los vinilos de The Strokes se hicieron presentes en la explanada delatando a los fans duros de The Strokes que abrazaron la fidelidad a la mística perdida. Pero aún así, ni los más entusiastas lograron seguir el pulso del recital. Hammond fue el telón de fondo del caminar en Lollapalooza. A pesar del retumbar de los parlantes y amplificadores, del trío de guitarras que nunca paró de desencajar y distorsionar todo, del bajo que acompañó inmune, el concierto nunca encendió.
El público no alcanzó a vibrar con Hammond. El área vip no estuvo a la mitad de su capacidad ni en los mejores momentos del recital Hubo un hueco enorme al centro del escenario: la gente parecía escapar de tanto pedal. Algunos asistentes fruncían el ceño con los efectos de las guitarras y se dedicaban a admirar la belleza neoyorkina de Hammond. No pocos repararon en su estudiada barba de tres días. Los demás intentaban disfrutar su música a fuerza de recuerdos.
Así, la última etapa del show se digirió rápido.
El público casi no se dio cuenta que el show se había acabado: duró alrededor de 55 minutos, cinco menos de lo estipulado en el programa, en un ir y venir de tracks que tuvieron a Hammond en evidente estado de agotamiento durante el último lapsus. Un corto y hasta apático “Thank you” fue el saludo de despedida que estimó conveniente para dar fin a la presentación. Luego lanzó rápido su uñeta al piño que lo contuvo desde el público y se dirigió a pasos largos hasta la salida. Y sin más, Hammond y sus cuatro músicos salieron del escenario. Sin que alguien reclamara. Sin que alguien pidiera otra canción.